Todos los febreros se cubría con una sinfonía morada. Sus flores planeaban suspendidas en el aire hasta caer al empedrado donde se unía a un tejido púrpura que nos recordaba la cercanía de la Semana Santa. Cuando construí la casa sabía, con seguridad, que la ventana debía enmarcar aquella hermosa jacaranda. Era la amiga silente que atraía pájaros llenos de trinos y que levantaba el sol con sus retorcidas ramas. Mi esposa insistía en que debía escribir sobre su hermosa naturaleza y cantar su poético existir. Mi exmarido se adelantó y publicó la referida oda. Ambas admiramos la sensibilidad del texto y concordamos en que era lo que una jacaranda debía inspirar. El año pasado, el bibliotecario del pueblo la miró fijamente y sentenció: creo que esta será la última vez que veamos florear esta jacaranda. En ese momento, ninguna dimos mucho crédito a su profecía. Hoy, en este marzo caluroso, la vemos seca y triste, sin un solo atisbo morado. Una paloma dormita en una rama solitaria.