EL RELOJ

Supongo que no quieres creer que de verdad lo compré para mí y luego no supe qué hacer cuando no me gustó. Y tampoco creerás que regalo todo lo que no me sirve o lo que me gusta en extremo. 

Cuando era pequeña me resistí cuanto pude a ir al colegio. Era incomprensible para mí el tener que abandonar la protección de mi hogar para enfrentarme a un mundo exterior que parecía dispuesto a destrozarme en cualquier momento. Así de hipersensible era. 

El primer año y medio de escuela lloré tanto que ya nadie sabía qué hacer conmigo. No resistía el mundo. Para mí la felicidad consistía en cinco amigos imaginarios dentro de la casa (mi querido y guapo Rex, entre ellos), tres fuera de ella, el constante mal humor y disciplina draconiana de mi madre y las visitas a mi madrina. Ese era el paraíso. 

Cuando me dejaron naufragar en las aguas del mundo incomprensible, me encontré con una maestra de párvulos histérica y desequilibrada que me producía terror y vómitos. Obviamente entre más vómitos vertía mi infantil boca, más irascible era la maestra.  Un grupo de niñas me vedaba el acceso a los juegos del jardín de párvulos, así que lo único que quedaba era unirse al grupo poco popular que jugaba a los muertos vivientes. 

En resumidas cuentas, un día me planté ante mi mamá y mi madrina y me negué rotundamente a ir al colegio. Temporal y relativamente gané.  Lo digo porque mi madre decidió enseñarme el alfabeto a sangre y fuego. 

Cuando me alcanzó la edad obligatoria para asistir a la escuela, ya no hubo escapatoria. Fui porque tenía que ir. Mi madre se ablandó y como ya me había enseñado a leer el tiempo, me dio su reloj como amuleto. Me dijo que mientras usara el reloj, ella siempre estaría conmigo. 

Como una versión infantil de la Llorona, yo deambulaba por el patio, a la hora de recreo, llorando y llorando, pero asiéndome a la única tabla de salvación: el reloj. Desde los seis años uso reloj. 

Años después, cuando a puras penas he aprendido a lidiar con el mundo exterior y de todas maneras siento que me caerá encima y me sepultará, me obsesiono con el tiempo. Pero no es una obsesión con la puntualidad, es con el tiempo que marca ese aparatito. Con llevarlo en la muñeca y saber que con mi vista lo controlo. Es probable que muy en el fondo, siga buscando la tabla de salvación que me lleva a puerto seguro. Por eso, no tiene nada de raro que te regale un reloj.  Estoy segura que ese amuleto te va a ser indispensable algún día para ser feliz. 

Tomado de : Crónicas lunares, próxima publicación.  

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