EL REGALO DE DESPEDIDA
El corazón se había debilitado lentamente. Se había ido dando por vencido por partes: cada vez era menos corazón y más muerte. Este hombre lo sabía, presentía que en cualquier momento ese corazón quedaría quieto e impávido.
En las noches en que no podía dormir porque era muy difícil respirar, recordaba a su hija, la primogénita. Hacía tantos años, la recibió con mucha alegría, pero a los cinco años se atravesó el hijo varón, el que transmitiría su apellido hacia la eternidad y el machismo le hizo dar la espalda a aquella chiquilla. Fue una relación dura, como la de aquellos que transitan por un camino de terracería, estrecho y peligroso, y no se dejan pasar el uno al otro. La chica creció odiándolo e hizo lo necesario para demostrarle que era tan ser humano y tan valiosa como su hermano. El hombre, en algún momento de la travesía, comprobó que era su hija la que lanzaría su apellido a la eternidad y aceptó el daño que había ocasionado.
La chica, convertida en mujer, había hecho las paces con su padre. De vez en cuando se visitaban, pero él sabía que ella estaba sola y que los latidos se agotaban. Una mañana, el hombre supo que debía dejarle a su hija algo que la acompañara y fuera también parte de él. El hombre siempre había tenido perros por mascotas. Le pareció que ese era el mejor regalo. Cerró los ojos y decretó.
Mientras, la hija, en otra parte de la ciudad, en pleno Viernes Santo, recibió de regalo una perra. No era una cachorra, ya estaba "lograda" y era la perra más necesitada de compañía humana que hubiera visto en la vida.
A la semana de haber recibido a la perra, la mujer recibió la noticia: su padre había muerto. Lo lloró y lo enterró.
Sin embargo, cada vez que la mujer miraba a la perra, no podía dejar de pensar, Dios la perdonara, que ésta molestaba tanto como su padre.
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