Crecí en una época en que las madres permitían que niñas entre los seis y nueve años formaran pandillas y deambularan solas en el parque cercano, durante las vacaciones. Así que a las nueve de la mañana ya estábamos listas para recorrer de ida y vuelta todo el Cerro del Carmen, junto a otros vecinitos de nuestra edad, construyendo un sinfín de fantasías. Por ejemplo, un amate era la casa del árbol y allí trasladábamos todos los trastes de juguete, entre sus raíces nos sentábamos y nos sentíamos protegidas como entre cuatro paredes. Otras veces, el reto consistía en escalar las partes rocosas alrededor de la iglesia, había que trepar con uñas y dientes y quien llegaba primero ayudaba a subir a los demás. En otras ocasiones, buscábamos parejas de enamorados y a una distancia prudencial, nos escondíamos entre los matorrales. Desde allí les tirábamos pequeñas piedras y palitos para arruinarles el romance. Cuando hicieron el tanque de agua, imprudentemente, nos metíamos en los agujer